domingo, 5 de diciembre de 2010

A Sarita

Cubículos, setenta y cinco. Baño y cocina ascensor amplio donde cabe un bandoneonista gordo, una batería, un grupo de militantes ansiosos, una familia. Mi casa, he visto a mi madrastra salir en camilla, dos enfermeros uno en cada punta mirando las luces del tablero, indiferentes, el gordo con un cigarrillo apagado entre los labios, el otro amanerado diciendo con dulzura que ella estaría bien. Sarita, Sarita la mujer de mi padre en un último viaje envuelta en una frazada mirándome a los ojos. Sarita la que me preparaba la cena, la que me esperaba las noches de invierno, mi protectora, se moría, se apagaba y sus pulmones, sus pulmones no le devolvían el aire, el aire escaso, el aire que se necesita para vivir.
-Yo nunca fumé-dijo-y ahora el aire no viene Churchill, hijo....hijo de tu padre y de tu madre. Sabes como la respetaba a aquella mujer, tu madre....
El ascensor viajaba desde el piso trece y el gordo con el cigarrillo en la boca me miraba compasivo, como si me dijera que la escena no era desconocida, que tantas noches había vivido experiencias similares. Para él sólo era una vieja que descendía en un ascensor una noche de Julio, una enferma terminal, engañada por la esperanza de lo penúltimo.
Para mí, esa mujer regresaría, se lo dije:
-No tengas miedo, la vida siempre nos dá una oportunidad...
Ya no volvería. Yo lo sabía y ella también....
-Cuidate flaco -me dijo y envuelta en frazadas, antes de cerrarse las puertas, me dijo adiós.

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