miércoles, 18 de agosto de 2010

A los clásicos de siempre y agotados


Acabo de concluir la lectura de Drácula de Bram Stocker. Leo respecto al escritor una reseña "un oscuro funcionario irlandés", hay algo de ruborosa crítica, algo que se repite en otros relatos memorables como Enoch Soames y en el respetado Arthur Machen, gracias a Borges y por carácter transitivo, llego a Horacio Quiroga y los cuentos de la selva.
Me cuesta entender esta nueva literatura tan desligada con la belleza de lo arcaico, estas largas novelas arduas e incomprensibles que llenan los estantes de las librerías. El Ulisses de Joyce necesita ser explicado como tantos o pocos autores que nos alejan del asombro de textos como la Iliada, El Conde de Montecristo o Moby Dick. Y me entristezco como un niño sin regalo una noche de reyes.
Una historia tan hermosa, un folletín. El Conde buscando su historia por la calle corrientes, Raskolnikov esperando el 100 que lo lleve a Lanús, bajo su brazo Los siete Locos. Mientras los escritores decodifican una novela insulsa de Piglia en la que un personaje entre capítulos se raja con una mina y no vuelve más.
Regreso a Drácula y a sus últimos párrafos, ese personaje que esboza una mirada de agradecimiento antes de ser despenado por su principal adversario, ese personaje que se esconde y se mueve más allá de las palabras.
Salgamos a leer las novelas que nos quitan el sueño de hamsters condenados para siempre a girar sobre una indefensa esfera.

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