lunes, 14 de abril de 2014

Invalidez

Aprovecho mi viaje en el 102 para leer. Me paro frente al primer asiento después de esa especie de jaula que parte en dos al pasaje. Allí está la puerta y el lugar para atar las sillas de rueda que con cierto espíritu condescendiente hacia los inválidos, la Ciudad exige. Buenos Aires está llena de espacios a ocupar para los discapacitados. Baños con inodoros con extraños mecanismos,son obligatorios en los bares, sanatorios, clubes y cualquier lugar que se considere público y habilitado. Ahora observo la mujer que está sentada en el lugar que he de ocupar. Sé que se bajará en tribunales y dejará el asiento a mi merced allí he de sentarme y disfrutar de alguna historia.
No busco inspiración, sólo espero encontrar el texto que llene mi alma. Imagino la lectura de la toráh, el rabino bisbeando a la luz de una vela para que se revele el nombre de Dios. El antiguo marinero leyendo las estrellas constelaciones donde están las cifras del universo. Así viajo leyendo sin percatarme de lo que sucede a mi alrededor a veces interrumpido por un mónologo de celular o una repentina frenada.
Frente mío sentado, hay un hombre de traje azul impecable con las piernas cruzadas y la mirada perdida. Tendrá unos cuarenta años y la calvicie amplía su frente como si por el viento le hubiera arrebatado  una parte del techo, vuelvo al texto, el personaje recibe una amenaza por teléfono, una referencia a un hecho del pasado sobre un hombre que ha asesinado a cierto coleccionista de pinturas, hace unos años. Tom Ripley es un asesino encantador, el amenazado. El texto acontece como la vida, la curiosidad del lector que se interna en la ficción para encontrar una estructura, un rompecabezas que uno arma mientras lee. A veces al autor se apropia de tu alma, no te pertenece y entonces hay que regresar al presente. A la monotonía del viaje, al espacio preparado para la silla de ruedas, a los viejos edificios de la Avenida de Mayo, al bar que pasa por la ventanilla. Al hombre semicalvo que se sienta frente mío. A las rodillas de la mujer flaca y alta que se doblan hacia un lado, finas y largas.
Vuelvo a la lectura, entre mis dedos sigue la historia, Tom recibe esa llamada del pasado y disimula frente a su esposa Heloise una francesa que parece estar en bavia ante su vida secreta. No es nada querida dice ,como aquellos policías que llegan a la noche a la hora de la cena y no quieren hablar del trabajo y se comportan como oficinistas aburridos.
Levanto la mirada, allí continúa el hombre sentado y contemplo que tiene unas medias cortas tan cortas que se le puede ver la carne blanca de sus tobillos. Tan real, como los espacios vacíos de la ciudad que aguardan el uso de los inválidos.

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